Ruth Rubio (Punta Umbría, 1989) es dramaturga y directora. Inicia su carrera teatral como ayudante de dirección en La Pensión de las Pulgas y, más tarde, versiona y dirige en la misma sala La Fundación de Buero Vallejo. De su autoría ha dirigido títulos como Ponedle pantalones a la luna (Teatro Central) y Los Ignífugos (Teatro Echegaray), obra por la cual recibió el Premio Romero Esteo 2019 y resultó finalista en el Concurso Internacional de Autores del Festival de Heidelberg.
En el ámbito de la investigación teatral, ha sido becada por la Sala Cuarta Pared
(becas ETC), Teatro de la Abadía (Residencia A Gatas), Centre Stage (Programa Europa Creativa) y el Centro Dramático Nacional (Obrador d’Estiu en la Sala Beckett). Ha formado parte del X Programa de Dramaturgias Actuales del INAEM, de la beca-laboratorio Nuevas Dramaturgias – Antzerkigintza Berriak de Donostia Kultura y ha participado en el encuentro internacional del Festival AAT del Deutsches Theater Berlin.
Recientemente ha estrenado Still. Tientos de la ruina futura (Teatro Central), dirigido por Raquel Madrid; Zambra de la buena salvaje (Cuarta Pared) y La jácara de los cuerpos imposibles (Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro), ambas dirigidas por Alberto Velasco; y Cómo hacer una bomba en la cocina de tu mamá (Sala Mirador), escrita y dirigida por ella misma dentro del Festival SURGE, habiendo sido galardonada con el Premio III
Certamen Internacional de Textos Teatrales Orlando Hernández Martín 2025.
¿Cuándo fue la primera vez que pensó en ser director?
Fue en el taller de teatro de la Universidad. A mí el teatro nunca me había interpelado, pero justo la persona que organizaba el taller era mi pareja por aquel entonces. Estoy convencida de que me dedico al teatro porque coincidió con enamorarme por primera vez. Empecé siendo ayudante de dirección y al final acabamos dirigiendo juntas. La obra era Ansia de Sarah Kane. Muchas veces digo que empezar con esa obra se le parecía a empezar la casa por el tejado pero a día de hoy pienso justo lo contrario. Tenía que ser esa obra.
Sarah Kane, de hecho, es la autora que más me ha marcado como lectora, espectadora y creadora. Cómo hacer una bomba en la cocina de tu mamá es, de alguna forma un homenaje a Marie Kelvedon (el pseudónimo con el que Sarah Kane firmó Ansia). Para demostrar mis niveles de frikismo te dejo por aquí este podcast que hice sobre la autora. El último curso que dio antes de suicidarse fue en Sevilla, con 9 autoras andaluzas. Seguir dialogando con ella a través de estas autoras ha sido un regalazo.
¿Y cuándo sintió que lo había logrado?
En aquel experimento ya lo éramos, de alguna forma. Igualmente, me cuesta pensar en la profesión en esos términos, el haber logrado llegar a un sitio. Creo que una nunca termina de formarse, lo cual no significa que no sea directora. Por otra parte, sigo siendo ayudante de dirección y siento que también es mi sitio en el teatro, junto con la dramaturgia y la dirección misma.
Hay gente que siente que la ayudantía es un tránsito o un paso previo para convertirse en directora. Hay gente que incluso se enfada cuando les mencionas aquella vez que les conociste como ayudantes. Ojalá ser ayudante de dirección toda la vida, primero, porque lo reivindico, por una cuestión de clase, y segundo, porque mis amigas son mis maestras y tengo la suerte de acompañarlas en sus procesos, como en el caso de María Velasco. Aprendo más de dirección y dramaturgia en un ensayo con María que en cualquier manual de señores ídolos y viejas glorias teatrales.
Su primera vez sobre las tablas fue en…
Como directora, mi primera vez en un teatro fue dirigiendo La Fundación de Buero Vallejo. Fue toda una suerte, porque empecé a curtirme en los oficios del teatro en La Pensión de las Pulgas, donde empecé como ayudante de José Martret y luego eché mil cables a todas las creadoras que por allí pasaban y de las que aprendí tanto. José hizo un ciclo de directoras emergentes y me dio la posibilidad de poner en pie una obra en su espacio. Aquello fue un viajazo y un aprendizaje, porque además me acompañaron con su asesoría en el proceso el propio José, Raquel Pérez y Luis Luque.
Y la última ha sido en…
En la Sala Mirador con Cómo hacer una bomba en la cocina de tu mamá. Ahí, además, he estado sobre las tablas literalmente, con toda la cacharrería del foley y el sonido en directo. Compartir escenario con Teresa Garzón, que es una curranta y una actriz sobrenatural, ha sido de las experiencias más salvajes que he vivido en un teatro.
¿A quién admiraba de pequeñ@?
Como toda niña bollera tuve mi etapa de fascinarme con Juana de Arco. Me duró bastante, hasta bien entrada la adolescencia. También admiré —platónicamente, incluso— a mis maestras y profesoras de literatura, por generarme la curiosidad de leer y por brindarme las herramientas para seguir buscando por mi cuenta. La verdad es que es algo que celebro, el haberme fascinado con ellas, de no haber sido por esa fascinación quizá no habría sentido tanto interés por la lectura y no hubiera descubierto libros que marcaron mi adolescencia, como El lobo estepario de Herman Hesse, que básicamente me lo leí para hacerme la chula —no lo entendería hasta años después— y así tener tema de conversación con mi profesora de literatura.
¿A quién admira ahora?
A gente a la que tengo bien cerca. Admiro a mi amiga Roci y a Cris, mi pareja, por la relación que tienen con el trabajo. Se cuidan mucho de autoexplotarse en nombre del teatro, no les mueve el ego porque, o no lo tienen o es un ego sano, no invasivo, no son yonquis de la aprobación. Las quiero y las admiro porque me recuerdan que por encima de crear juntas, lo importante es tener tiempo para vivir. Ambas han formado parte del proceso de creación de Cómo hacer una bomba en la cocina de tu mamá. Roci (Rocío Sánchez) ha sido la diseñadora de luces y jefa técnica de la obra, Cris (Cristina Martín Quintero) ha sido la escenógrafa.
Admiro también a mis amigas de Pecado de Hybris (Ana Carrera y María Velasco), por su compañía, en el sentido amplísimo de la palabra. Desde que comparto con ellas teatro y vida sé que los procesos solo tienen sentido cuando se crea desde los afectos, tejiendo una red para mostrarnos vulnerables. Para mí, compartir tiempo y espacio con ellas es absolutamente transformador, con ellas estoy aprendiendo el teatro de forma visceral y radical. Tengo la certeza de que la única forma posible de hacer teatro es esta, poniendo los cuidados en el centro.
Aprendí mucho de…
Nando López. Tuve la suerte de tenerle como tutor durante unos meses en una beca de dramaturgia que me dieron en La Joven. Era justo cuando empezaba a escribir teatro. Fue el primero que me animó a escribir desde lo que me interpelaba, a enfrentarme a un material dramático que realmente me comprometiera.
No me ha enseñado nada…
Incluso de las experiencias teatrales más terribles he aprendido. A decir «no», o «nunca más», por ejemplo.
¿Qué personajes célebres le gustaría dirigir?
Qué complicado. No sé bien cómo responder a esto, porque hay muchas intérpretes que me encantan: Ana Magnani, Jean Paul Belmondo, Monica Vitti… y gente que está viva como Charlotte Gainsbourg o Andrew Scott. Pero parto de la convicción de que no hay que separar a la persona del artista. Si tuviera que dirigir a alguien con tanto peso, antes me aseguraría de que fuera una persona que tomara partido, que tuviera conciencia de clase, que fuera generosa, que tuviera responsabilidad emocional, no sé, todas esas cosas.
¿Con qué actores/directores le gustaría trabajar?
Me encantaría ser ayudante de Miguel del Arco en algún montaje, porque lo primero que vi en un teatro fue un montaje suyo, yo tenía veintiún años. Era Veraneantes, en el Teatro Central de Sevilla, y me zarandeó. Recuerdo especialmente a Raúl Prieto, que es una tremenda bestia; también me encantaría trabajar con él.
Otra persona con la que tengo muchas ganas de trabajar es Sandra Vicente. He tenido la suerte de que nos preste sus oídos y su sabiduría para hacer la asesoría de sonido en Cómo hacer una bomba de tu mamá; sería increíble embarcarme con ella en un montaje desde el principio de los principios. Ella es sensibilidad y rigor, y tiene el poder de fascinarse y de obsesionarse con los sonidos. (Curiosamente, ella era quien hizo el diseño sonido de aquel montaje de Veraneantes que me atravesó).
¿Cómo se gestiona la incertidumbre ante un proyecto que no llega?
Con rabia. El sistema está tan bien armado que parece que cuando los proyectos no salen es culpa nuestra. Me cago en la idea de la cultura del esfuerzo, la verdad, es otra trampa más de la violencia sistémica, es clasista. La incertidumbre —la precariedad— la gestiono colectivizando la rabia con mis amigas, con humor, siempre que sea posible, y tratando de abrir grietas en el sistema a cabezazos para poder poner en pie nuestras obras.
¿Cómo se celebra cuando sí llega?
Con rabia, también. Y con agotamiento. Y con la sensación de que ha ocurrido un milagro.
Un director debe tener un plan B para poder sobrevivir, ¿cuál es el suyo?
Lo compagino con otros trabajos. La ayudantía de dirección, que es una profesión que adoro, más aún si puedo trabajar con gente que cuida. Otro de los planes B es la docencia, que me la planteo a medio plazo. Me seduce la idea de compartir con gente que está empezando aquellas autoras que me han marcado. Autoras que están vivas y que ojalá haberlas conocido antes.
¿Cuáles son las historias que más le atraen actualmente para dirigir?
Aquellas que tienen que ver con la empatía y con la esperanza. Las de humor bruto, que también ayudan a sembrar empatía y esperanza. Me atraen porque, además, creo que es una responsabilidad urgente que tenemos las trabajadoras de la cultura. Vaya por delante que vivimos en un mundo en el que el estado genocida de Israel está masacrando al pueblo palestino, que vivimos en un mundo en el que es posible un crimen de lesa humanidad, como este. Creo que nos toca preguntarnos cómo, desde la cultura, tenemos que tomar partido.
¿El mejor momento vivido sobre las tablas?
Cuando tuve la oportunidad de estrenar La Fundación en La Pensión de las Pulgas y vinieron un montón de adolescentes a ver la obra desde un pueblo de Cádiz. Unas chavalas se me acercaron a decirme que salían de la obra con ganas de hacer cosas. Creo que es lo más increíble que he vivido en un teatro y todavía me sigo emocionando cada vez que recuerdo ese momento.
¿Y el peor?
Cuando Carlos Buero —hijo de Buero Vallejo— no me dejó llevar la obra a un teatro más grande que estaba interesado en programar en temporada el montaje para un ciclo pedagógico en el centenario del autor. Los motivos que alegó fueron que mi protagonista parecía homosexual y que el personaje de Asel era demasiado paternalista, me recomendó que dejara de trabajar con amigas si quería llegar a algo. Aquello me hundió. Pero fíjate, a partir de ahí empecé a escribir mis propias obras, para no tener que pelearme por los derechos de nadie. Y, por supuesto, solo trabajo con amigas.
Una obra que le haya herido su sensibilidad como espectador…
Cualquiera que haga apología del fascismo que, por desgracia, alguna he visto. Creo que hay que pararse a pensar bien cuando defendemos a hierro la «libertad de expresión» porque podemos caer en la paradoja de la tolerancia. Como dicen Los chicos del maíz, el fascismo no es una opinión, es un crimen. Y no se le combate, se le destruye. Cancelando estas obras, como poco.
Y una que le haya insultado a su inteligencia…
Creo que ninguna obra puede herir la inteligencia de nadie. En todo caso pueden herirnos como persona, como la obra que te comentaba anteriormente. Y aquí le pido prestada una reflexión a mi compañero Benito Jiménez (diseñador de iluminación y uno de los integrantes de Los Voluble), «el gestor tiene que ser la vanguardia de la programación» y «el público tiene derecho a comerse grandes mojones en las artes vivas». Y tiene toda la razón.
Creo que, además, debería ser desde lo público, precisamente, desde donde hay que arriesgar. No puede ser que los teatros públicos estén replicando las dinámicas del privado de tirar de cabezas de cartel, por una parte, y que, por otra, estén volviendo los teatros de repertorio de autores muertos (y, a veces, además de muertos, rancios). Cada vez quedan menos espacios para la experimentación y para lo no resultadista, en Madrid tenemos la suerte de tener a Cuarta Pared y a Réplika, que resisten y que son auténticos oasis.
¿Qué tal sientan los premios, cómo se digieren para continuar después?
Un premio siempre sienta bien, por una cuestión práctica y material, porque partimos de la base de que somos precarias, así que un premio siempre supone un desahogo y un empujón para la obra para darle más visibilidad.
Por lo demás, creo que un premio —algunos— pueden reconocer el trabajo, y el reconocimiento siempre está bien. Pero un premio nunca será motivo para legitimar o deslegitimar el trabajo de una autora porque los premios, como todo, también responden a las lógicas del mercado.
Querría conocer a:
Sarah Kane, para ir a su teatro favorito, que era el Old Trafford (el teatro de los sueños), que es el estadio del Manchester United, a verles jugar contra el Betis y luego irnos de cañas. Sarah Kane hablaba de la pasión aglutinadora del fútbol y defendía que esta no debería ser ajena al teatro. Confesaba, además, que, con frecuencia, abandonaba los teatros sin miedo a perderse nada importante, cosa que jamás hacía en el fútbol porque nunca se sabía cuándo iba a ocurrir el milagro. El teatro, en su opinión, tenía mucho que aprender del fútbol.
«Odio la idea de que el teatro sea sólo un pasatiempo nocturno. Debe ser emocional e intelectualmente exigente. Me encanta el fútbol. El nivel de análisis que se escucha en las gradas es asombroso. Si la gente hiciera eso en el teatro… pero no lo hacen. Esperan sentarse y no participar».
(Estas notas sobre Sarah Kane y el fútbol están tomadas de la tesis de María Eugenia Matamala, que es brutal y que puede leerse aquí).
¿Qué le anima a no rendirse en esta profesión?
Mis amigas y mi novia, mi gato y mi terapeuta, en ese orden.
¿Qué le gustaría estar haciendo dentro de diez años? ¿Y en dónde?
Me encantaría tener mi propia sala, una sala como Cuarta Pared, en un pueblo andaluz, y poner mi granito de arena para descentralizar la cultura. Convivo con la contradicción de ser una abanderada de la descentralización después de 12 años viviendo en Madrid. Pero no parto de una situación de privilegio como para poder romper con todo y volver a Andalucía a montar mi proyecto. Así que, mientras sigo currando en Madrid, trato de currar con compañías andaluzas, de retomar en vínculo y hacerlo con red, mientras sigo pensando en cómo armaré algún día este proyecto sin precarizarme, sin autoexplotarme y, ojalá, con ayuda de lo público.
